El conductor, encerrado solo en el habitáculo del vehículo, se entretiene mientras contempla, curioso, el espectáculo de sonidos, luces y movimientos que ofrecen las sirenas, los faros y los uniformes. Recibe «informaciones» a través de la radio del coche que, de hecho, difunde las «instrucciones» de la versión oficial de la jefatura de tráfico del gobierno. (En lugar de darle información, le dicen lo que debe hacer.) Aprovecha para navegar, llamar por el móvil o enviar SMS a familiares y amigos que, o son conductores atascados como él, o están viendo, gracias a la televisión, «la actualidad en directo» de un inmenso caos circulatorio. Hoy es un gran día para los medios de comunicación. Todos han interrumpido sus rutinas para hacer ediciones especiales. Han mandado unidades móviles y equipos ligeros «al lugar de la noticia, donde se producen los hechos». (Pero también donde nadie sabe nada y donde todo el mundo queda atrapado en el atasco.) Supone un gran esfuerzo llevar a cabo un despliegue de recursos técnicos y humanos tan extraordinario. «Estamos en todas partes, para cubrirlo todo», dicen. Es la voluntad de servicio que surge del «deber sagrado de informar». La gente que trabaja en ello se esfuerza y le pone ganas. Son personas entrenadas (disciplinadas) para hacerlo. Y para obedecer, para no cuestionar nada. En realidad, sus directivos saben que alcanzar el liderazgo de versión/opinión/información en situaciones agudas de improvisación obligada por la actualidad imprevista es muy rentable en términos de «confianza» de la audiencia y consolidación de su «producto» en el mercado. La prensa prepara ediciones especiales, intentando huir de la ignorancia e intuir, a tientas, algún indicio válido. La radio conecta con gente corriente y también con «tertulianos» que no saben nada de lo que ocurre, pero hablan. La televisión difunde repetidamente las imágenes más espectaculares, pues sabe que con ello podría estar jugándose el share del mes.
El caos del tráfico supera de largo la imaginación de los guionistas de los seriales. Algunos vehículos han chocado (puede que algún herido esté esperando la llegada de una ambulancia de verdad). Muchos coches, mucho ruido, mucha policía, muchas cámaras. Es fantástico. Un interrogante en boca de todos: ¿qué ocurre? Nadie lo sabe. Y aún otro mejor, el mejor de todos: ¿qué ocurrirá? Mientras se mantenga la incógnita, la expectación está asegurada. Y, por lo tanto, la audiencia.
Las imágenes tienen una fuerza colosal. Un plano picado desde un helicóptero equipado con una minicámara autónoma digital de última generación con control remoto efectúa un travelling espléndido de una larga avenida colapsada en todos los cruces. Vista en una pantalla extraplana líquida LED, 16x9, de 37 pulgadas, ¡la realidad parece una película de verdad! El atasco es descomunal, enorme, excepcional. Es apasionante. Nadie sabe nada. «¡Fantástico! —dice el director del canal—. Si conseguimos seguir así hasta las nueve, nos pillará de lleno el prime time.»
Nunca sabremos todo lo que está pasando. La administración encontrará una explicación oficial que los medios se encargarán de divulgar, que servirá también para resolver formalmente el asunto. Tampoco sabremos qué —ni quién— está detrás de lo que está ocurriendo. El poder es opaco. Recibo un SMS: «k guay!». Es de mi hija, que ya ha vuelto del cole y ve el atasco desde el ordenador de su habitación mientras se zampa una bolsa de ganchitos de queso sabor fresa. Tengo que llamarla, pero lo haré más tarde. Soy un profesional de la comunicación y, ahora, debo estar pendiente de la tele.